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A Fernando, profesor de geografía y cartógrafo, todo le sucede por sorpresa. Su mujer serbia lo ha abandonado sin decir adiós, simplemente desaparece creándole un tremendo vacío existencial que lo lleva a no saber qué hacer con su vida. Las clases ya no le importan nada, pasea sin rumbo y se estanca en rincones, en una barra de bar, en lugares sin nada ni nadie. Su casa le parece fría, carente de alma, todo es extraño y desangelado y decidirá viajar a Portugal a hacer lo mismo, nada.

En una zona turística fuera de temporada conoce por azar a Manuel, un hombre amable, y entablan una breve amistad. Es ahí donde esta más que interesante película cobra forma encarando un rumbo insólito cuando Fernando se reinventa como jardinero en una hermosa quinta habitada por una mujer que, en ocasiones, también huye de sus fantasmas y una criada que pone el contrapunto de felicidad en un lugar respetado por el tiempo.

Película diáfana y sin pretensiones, algo que se agradece y la engrandece por su sencillez, por su limpia narrativa.

Una quinta portuguesa es un gran trabajo tanto de guion como de dirección por parte de Avelina Prat. Sabe lo que quiere decir y mostrar con calma, inteligentemente, y nos proporciona momentos bellos en su simplicidad. No existe violencia de ningún tipo, ni sexo, ni palabras exaltadas, ni reivindicación alguna. Es delicada hasta en los momentos más taciturnos y sabe dar una vuelta de tuerca a la historia cuando el suplantador también por casualidad es sabedor que en el piso que dejó atrás vive otra persona, una mujer que también se mueve con otra identidad.

Los diálogos son brillantes. Existen recuerdos de los vestigios del colonialismo, el respeto de ladrones que no roban a los muertos, las ocasionales desapariciones de almas vacías y doloridas por la pérdida para recargarse y volver a la vida cotidiana. Pequeñas historias contadas en la tranquilidad de la noche como relatos mínimos narrados por esa mujer con cara de niña y profunda mirada que es Maria de Medeiros.

En Una quinta portuguesa da la sensación de que no ocurre nada y se habla de todo. Incluso los silencios son libros abiertos que nos acercan a la idea de ser otra persona, de tener una vida diferente a la tuya, a ese reto que transforma la realidad. Y todo eso es posible en gran parte gracias a interpretaciones muy creíbles y sinceras, entre la melancolía y la felicidad, con personajes que asimilan la vida misma –tanto las suyas como las inventadas– para que sorpresivamente esas vidas fingidas sean en el fondo las que les estaban esperando, las verdaderas.

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